8.11.09

Cildo Meireles

Y de repente, el rojo adquiere otra sensación. Una sensación, sí, de haber derramado más de lo que cabía dentro. De repente recuerdas. La cara de preocupación de la abuela, tu nariz que no dejaba de sangrar en el baño de tu mejor amiga. El saber, tan chica, que tú también eres mortal. Un sabor que no abandonó tu garganta por días. De repente, recordaste que un día antes habías patinado, y que el dolor de tu cuerpo seguramente se debía a eso. Pero no, en realidad te habías convertido en mujer cuando para ti las plumas que temblaban al escribir, dando una curvatura especial a tus palabras, seguían siendo el mejor regalo. No puedes hacer otra cosa más que gritarle a tu hermana y llorar con ella. Llorar de la misma manera que lloraste después de colgar con la doctora. Cómo podía decir esa palabra tan a la ligera? Tú sabías que no podía ser, que era demasiado pronto, que no había pasado el tiempo necesario para que eso sucediera. Pero la duda fue más fuerte que la razón y tuviste miedo. Miedo de que tu vida cambiara para siempre. Miedo de no poder borrar lo ocurrido como lo habías hecho esa mañana en la que el agua fue tu aliada, esa mañana en la que juntas limpiaron lo sucedido. Recuerdas esa sensación. Sientes ese recuerdo. Se te revuelve el estómago y tienes que recargarte en la pared porque es mucho peso. Porque no estabas preparada para enfrentar tanto en tan poco tiempo. Aire, necesitas aire.

Y necesitas, también, quitarte de alguna manera eso que ahora sientes atorado en el pecho. Sin buscarlo, te recibe un laberinto transparente que te invita a pasar bajo tu propio riesgo, con tu mente intentando convencerte de que podrías salir muy lastimada pero con tus entrañas pidiéndote que entres a demostrar que hay cosas con las que no estás de acuerdo. Entiendes que las prohibiciones son sólo ideas impuestas por la sociedad, y que sólo pueden regir tu vida si las asumes como verdades. Entonces decides brincar la reja, porque sabes que, pase lo que pase, estarás mucho más feliz del otro lado. Continúas, atravesando barreras, llenándolas de un nuevo sentido, uno mucho más permisivo. Mucho menos culpable. Porque es tu cuerpo, es tu vida.
Y al final del día, eres tú quien debería decidir qué hacer con ellos.

La obscuridad. Las ganas no convencidas de estar ahí. Los pies…en la arena, en la harina, en el agua. Estar disfrutándolo inmensamente y otra vez, a la vuelta, todo cambia. Arrodillarte frente a esa luz sabiendo que eres tú, que es él…que es tú, que eres él. Y ya no hay miedos, no hay apegos. Vas aprendiendo y ahora entiendes un poco más. Y entonces te desvaneces para sentir en todo tu cuerpo unas cosquillitas que te dicen que estás viva. Porque la muerte es no dejar que una niña descubra el mundo con sus manos porque se va a ensuciar, es no dejar que un niño se meta a jugar a la fuente porque se puede enfermar, es no aceptar un beso de tu hijo porque su boca está llena de chocolate. Esa es la verdadera muerte. Pero tú, hoy, te sabes viva. Te sabes aquí, con felicidad en los pies.